Hoy he escuchado a una niña decir que su madre tenía un
trabajo importante. Y es cierto, lo tiene; intuyo que, al menos, garantiza que
no le falte de nada y me alegro de corazón por ello. Me ha enternecido su
inocencia, esa visión infantil sobre el lejano mundo de los adultos. Como
cuando yo era pequeña y me imaginaba que de mayor llevaría traje chaqueta y un maletín,
no sé muy bien por qué, si ni siquiera sé andar sobre unos tacones, que es lo
que se lleva con un traje. Con el paso del tiempo, resulta que lo que más me
gusta hacer es escribir poemas y ver el mar.
Siguiendo con la niña, me hubiera gustado decirle que todos
los empleos lo son, importantes, que deberían serlo, para vivir y ser felices
al salir cada día de casa, esa casa que no debería costar la vida habitar. Y
sí, me he referido a la felicidad, ese concepto que parece relegado a la
autoayuda o a una frase en una taza. Llevar una existencia feliz radica en el
propósito, ese que te roban cada vez que te explotan. Que hacer reír, por
ejemplo, es un buen trabajo, y preparar una habitación de hotel, limpiar un
despacho, enseñar en una escuela, aprender urdú para enseñar catalán, coser,
cocinar, construir, pulir suelos, pintar, en fin, una lista larguísima. Y que
tal vez lo importante de un trabajo debería ser habitarlo sin temor y tener
tiempo para ver el mar y escribir poemas (sin miedo a decir algo prohibido),
sin miedo a no poder pagar el alquiler, sin salir demasiado triste como para
manifestarte si acaso ese trabajo no tiene en cuenta lo importante que eres
solo por estar aquí y no te garantiza, no solo lo básico, sino más, para poder
vivir.
Me hubiera gustado hablarle de la alienación, del cansancio,
del alquiler, de los barrios, y de lo poco importantes que somos cuando ya no
trabajamos, cuando llega el momento de vivir de lo sembrado, de ver crecer a
los nietos, sin miedo, sin apuros, de recordar con orgullo qué trabajo tan
importante llevamos a cabo en nuestra juventud, qué importante es la vida que
podemos contemplarla maravillados, a pesar de lo impensable.
Pero no se lo he dicho aunque he escrito esto porque mientras
pensaba en ella, nubes negras rugían por todos lados; en el autobús, en la
panadería, por las calles. Nubes que sonaban a hijos desempleados y a contratos
de alquiler cumplidos. Nubes que empezaron a desencadenar en tormenta de amados
viejos luchando en las calles. Y los hijos, y los nietos, importantes, con
maletín o escoba, importantes.
Y esa niña me decía que su madre lo tenía, el trabajo
importante, aunque en sus ojos, además de la inocencia, he descubierto también
un primer atisbo de miedo.