Caen las hojas que no caen mientras he reflexionado tanto sobre lo que hemos vivido que me hastía expresarlo, lo político que inunda cada uno de nuestros pasos, las horas de trabajo en que la vida, a veces, se interrumpe. Suerte de los sueños jóvenes, suerte del futuro, y lástima de las normas sin sentido. Me adentro en un proyecto vital despacio, sin importarme lo que digan, porque mi vida es mía, y suelo derrochar amor por donde paso, y si no lo hago, se me pasa pronto. Me doy cuenta que tal vez me he mimetizado con el eje de la tierra cambiante o con el cambio climático y sus efectos en nosotros. Me doy cuenta de que el ansia incumple los horarios para hacer lo que uno ama y para amar en la lucha, que hace tiempo que en verdad no lucho y cogería la precariedad laboral, los desahucios y todas las palabras corruptas que algún tipo de neolengua nos ha hecho aceptar con la normalidad de un anuncio y los pondría en primer lugar en la cola de manuscritos de una nueva editorial.
No he felicitado a las brujas, ni he hablado con los muertos, ni flores ni máscaras. He saltado por encima de las baldosas y tan solo, si algo he hecho, es creer que la muerte no existe pero sí los olvidados. O tal vez, solo me estoy entrenando para creer en ello. Ojalá.
Me reservo, en la maraña de hojas y libretas desordenadas, para el momento en que se asiente este otoño frío, caluroso e impertinente.
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