lunes, 19 de agosto de 2013

Primera palabra del pájaro



No soy un ave común, eso ya lo tengo claro a estas alturas, valga la palabra que, en mi caso, sirve para aludir al tiempo que se estira, más que al ascenso en vertical que no puedo alcanzar por el momento. Y hoy, en verdad, es el primer día que tomo la palabra.

Esta mañana desperté aturdido por una noche de excesivo calor, en que, mis plumas, preparadas prematuramente para el otoño que, dicen, va a llegar con adelanto, andaban estorbándome.

Traté de darme un baño y en eso estaba, cerrando los ojos en cada chapoteo, trazando en mi imaginación las gotas de un charco creado por la lluvia, en un prado enverdecido por los reflejos de un sol amable, cuando oí un alboroto sobre mi cabeza.

Alcé la vista y, a través de las rejas, vi cinco pájaros que no cesaban en su griterío. Me sorprendió escuchar diferentes tipos de sonidos, destacando el de unas cotorras, aunque, por suerte, no atisbé a presentir el silencio de ningún ave rapaz, tan frecuentes últimamente por estos lugares.

No se de dónde regresaban ni a dónde iban. Solo se que creí que me miraban, que sobrevolaban mi jaula haciendo alusiones a mi encierro. De pronto, entre el aleteo de sus alas, creí reconocer un rostro familiar, unos ojos redondos y ligeramente almendrados. Me alboroté, tratando de llamar su atención, revoloteando por toda la jaula, golpeándome y lastimándome hasta que, al cabo de unos minutos, exhausto, me detuve a recobrar aliento. Tras intentar recuperar una pluma que inevitablemente ya se había desprendido de mi cola, volví a mirar al cielo.

Los pájaros ya no estaban, en cambio, pude contemplar cómo el sol, que antes brillaba, creando hermosos reflejos en el agua de mi bañera, había quedado oculto tras una nube. Fastidiado, me asenté en mi barrote favorito a contemplar, como tantas otras veces, esa parte de mi jaula en que las rejas estaban desgastadas por el tiempo y que no me atrevía a picotear, por si cedían.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Smog


Ella, absorta en sus divagaciones. Cargando una serie de preocupaciones vanas, de cosas inacabadas, joven, o no tanto. Él, para quien no ha llegado el verano, portando una especie de gabán roído, a juego con su barba descuidada. Se encuentran solos en el parque de tierra con cipreses a los lados y algún triste abeto. Una niebla incrédula atraviesa el bochorno, y ella siente el sudor frío agarrándose a su ánimo. Los polígonos industriales se han llenado de huelgas y ella no ha salido nunca de su ciudad. Podría ser Londres, pero no lo es. 

Él la aborda por la espalda y le pide dinero para un cartón de vino, sin tapujos, sin excusas. La pilla desprevenida.
“¿Me darías 50 céntimos para beber?”
Le sorprende su sinceridad. No tiene hambre, solo un intenso deseo etílico.
“No llevo nada suelto”
Lo observa como quien mira una certeza, la de la miseria obstruyendo el júbilo vacacional. La soledad es más cruda en medio del verano, desnuda, sin cartón.

Se oye un alboroto, un grupo de adolescentes atraviesa el invierno irreal del parque. Ella se avergüenza de su propia miseria morbosa, que no precisa de pedir limosna. Mira sus brazos y unas mangas del color de la gabardina empiezan a tejerse ante sus ojos. Trata de sacudirlas agitándose en espasmos. Acude a su encuentro un policía:
“¿Puedo ayudarla, señorita?”
Una pareja de enamorados se detiene cerca a curiosear.
“No, gracias”. No le gustan los policías.

Vuelven a quedarse a solas. Él la mira, su barba ha crecido en pocos minutos.
"¿Puedo ayudarte en algo?"
El mendigo le está ofreciendo ayuda y se siente más cerca de él que del policía, que de los enamorados, que de cualquiera de los árboles del paseo.