Esta mañana desperté aturdido por una noche de excesivo calor, en que, mis plumas, preparadas prematuramente para el otoño que, dicen, va a llegar con adelanto, andaban estorbándome.
Traté de darme un baño y en eso estaba, cerrando los ojos en cada chapoteo, trazando en mi imaginación las gotas de un charco creado por la lluvia, en un prado enverdecido por los reflejos de un sol amable, cuando oí un alboroto sobre mi cabeza.
Alcé la vista y, a través de las rejas, vi cinco pájaros que no cesaban en su griterío. Me sorprendió escuchar diferentes tipos de sonidos, destacando el de unas cotorras, aunque, por suerte, no atisbé a presentir el silencio de ningún ave rapaz, tan frecuentes últimamente por estos lugares.
No se de dónde regresaban ni a dónde iban. Solo se que creí que me miraban, que sobrevolaban mi jaula haciendo alusiones a mi encierro. De pronto, entre el aleteo de sus alas, creí reconocer un rostro familiar, unos ojos redondos y ligeramente almendrados. Me alboroté, tratando de llamar su atención, revoloteando por toda la jaula, golpeándome y lastimándome hasta que, al cabo de unos minutos, exhausto, me detuve a recobrar aliento. Tras intentar recuperar una pluma que inevitablemente ya se había desprendido de mi cola, volví a mirar al cielo.
Los pájaros ya no estaban, en cambio, pude contemplar cómo el sol, que antes brillaba, creando hermosos reflejos en el agua de mi bañera, había quedado oculto tras una nube. Fastidiado, me asenté en mi barrote favorito a contemplar, como tantas otras veces, esa parte de mi jaula en que las rejas estaban desgastadas por el tiempo y que no me atrevía a picotear, por si cedían.